miércoles, 13 de agosto de 2008

Horacio Piñedo

Sentado en su escritorio, frente a su gran ventanal en su apartamento, escribiendo en su computadora, pensando un sinónimo para indiferencia, respirando con paciencia, viviendo en el presente, sin pensar en su pasado ni pensar en su porvenir, se oye, no muy lejos, cómo en el balcón de Silvia Paduli, una de las flores decide emerger del silencio. No le importa el invierno.
Con la mirada fija en su computadora, su corazón latiendo pasivamente, iluminado por el sol maquiavélico, confinado en el más súbito de los pensamientos que tendrá ese día, pasa frente a su mirada, mirándolo de reojo, un panadero sobre el cual posa firmemente el deseo que él le ha pedido esa mañana y que aún busca donde besar la tierra. Él, mira sin verlo.
Sus oídos compenetrados en el zumbar del mutismo, aun absorto en reflexiones virtuosas, perdido ya en algún lugar fuera de su residencia, está, a pocas cuadras de donde su cuerpo ha quedado, Martin Carrela, de veintisiete años, que se queda sin palabras. A cambio, recibe un beso.
Confinado en imágenes de satélites cristalinos, con el salva pantallas haciéndole luna el rostro, sus manos alejadas del teclado, y una minúscula sonrisa animándose a visitarlo mientras esta distraído, fuera de su alcance se pasea paulatinamente una solución sin problema. Treinta y siete segundos después es utilizada.
Divertido en el pensamiento que lo enajena, sus párpados ocultos como eternamente, su voz durmiendo en los pulmones, el aire exento de las brisas, el sol rasguñándole la cara, lejos, en el Cuyo, un hornero presencia a Almira Dereigo, de setenta y cuatro años, cerrando con llave la puerta de su departamento. Entraba, y nunca más salió.
Compenetrado, admirado, inmóvil, inadvertido, muriendo, como cualquier otro prisionero del tiempo, y aun tan vivo, fuera del presente, extasiado en las ideas que osaron presentársele, pasa por uno de los rincones de París, Justo Miravela, cuarenta años, quien se acuerda de su rincón en Buenos Aires y una lágrima le endulza el mate. El Sena lo consuela.
Irrigada su alma por paños humedecidos de ideas, Horacio Piñedo, veintiséis años, vuelve en sí. Ahora el mundo se detiene, y él se pone a escribir.

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